El bic azul rasguea la página con rapidez, casi con furia.
Marca las páginas, las mancha de azul y luego alza el vuelo. Planea un momento
sobre su presa, como un águila sobre un ratón de campo. Y vuelve a la blancura
nívea de la hoja en violento picado.
Muermo está concentrado. Tiene mucho trabajo y no puede
perder ni un solo segundo. De pronto, golpes en la puerta. Odia que invadan su
estudio cuando trabaja, pero la intensidad de los golpes delata al recién
llegado. Deja el bolígrafo sobre la mesa con un golpe seco.
−
¿Papá, podemos salir a jugar un rato? –Miguel se
planta ante su mesa con una gran sonrisa.
−
No, Carlos. Estoy hasta los topes de trabajo –La
sonrisa se apaga un poco, reemplazada por una mueca de curiosidad.
−
¿Qué es “hasta los topos”?
−
Hasta los topes Carlos, hasta los topes. Quiere
decir que tengo mucho trabajo.
−
Jo… pero yo quería jugar –ni rastro de la
sonrisa.
−
Ya hijo, lo sé. Pero no todo en la vida es
juego.
−
¿Por qué no? Siempre estás trabajando.
−
Porque en la vida, hijo, si quieres algo te lo
tienes que ganar.
−
Pero yo quiero a Rico y no lo gano a nada –desconcierto.
−
Carlos, Rico es un hámster. Y claro que no lo
ganas a nada. Quería decir que tienes que trabajar si quieres conseguir algo.
−
Pero eso es un rollo… -le caen los hombros. Se
le ve abatido.
−
Lo sé hijo, lo sé. Y ahora, por favor, ve un
rato con tu madre. Tengo mucho que hacer.
−
Bah, estar hasta los topos es aburrido. Me voy a
jugar solo –Se ha rendido. Al menos es inteligente. Ha visto que no había nada
que hacer y se ha marchado.
Muermo duda un momento. Un asomo de remordimiento cruza su
rostro de nariz aguileña y pelo negro entrecano. Pero se esfuma como una nube
pasajera ante el empuje de Céfiro. Luego
jugaré con él –piensa. Sin embargo trabaja, trabaja y trabaja, y el día
termina. No ha jugado con su hijo. Mañana
será –se dice mientras se acuesta.
Pero al día siguiente tiene trabajo. Y tampoco puede. Coge
el coche y enfila el camino hacia el trabajo. Oh no… Vaya mierda –un atasco monumental cierra la autovía. Busca
alternativas, quizá una vía de servicio. Nada. El atasco pinta para largo. La
sirena de una ambulancia lo avisa de que ha pasado algo gordo, y Muermo se
reclina en el asiento. Espera, espera, espera… La espera se hace eterna. Le
pasa por la cabeza un villancico. Vaya
gilipollez. Aunque en el fondo sabe que no tiene nada que hacer. Han
llegado varios agentes de tráfico y están reorientando al rebaño como grandes
pastores uniformados. El aire matutino se llena de pitidos y Muermo se impacienta.
Menudo coñazo.
Y entonces ocurre. Se cuela en su mente un pensamiento
extraño. Y si… Muermo tamborilea con
los dedos el lomo erizado del volante. Mira su rolex. Mira al frente. Vuelve a
mirar el reloj. En fin, a este paso llegaré mañana. No tiene sentido esperar. Muermo
coge el móvil y teclea cuatro excusas apresuradas. Añade una disculpa por si
colase. Y suelta el móvil en el asiento del copiloto, frustrado. Respira hondo
y da la vuelta. La única maniobra que parece tener algún sentido dentro de aquel
caos de polución, gente y coches. Al cabo de un rato aparca frente a su casa.
Nada más cruzar la puerta se ve arrastrado a la cocina por un olor delicioso.
Es su mujer, haciendo la comida. Se para un momento, incapaz de expresar gran
cosa ante el interrogatorio de ella. Finalmente se las arregla para soltar un
escueto:
−
Había atasco.
Entonces recuerda a su hijo, y se da cuenta de que ha ido al
instituto. Bueno, trabajaré un rato y
cuando venga le daré una sorpresa. A ver qué cara pone. Muermo se siente raro,
debe ser el trabajo. Al no tener nada que hacer… De hecho ya estaba soltando
papeles y trastos por encima de la mesa del comedor, pero se da cuenta de que
está todo hecho. No hay nada urgente, no tiene prisas. Mira la hora. Mira el
boli, su impoluto maletín de cuero. Las hojas que sobresalen del maletín, su
trabajo. ¿Y ahora qué? –se pregunta.
Entonces su mujer se sienta a su lado y deja caer una mano
cariñosa sobre la suya. ¿Cuándo fue la
última vez que estuvimos así? Juntos. Solos. Tranquilos. Hay tantas preguntas… Muermo
no quiere pensar. Lleva demasiado tiempo pesando, tomando decisiones. Alejado
de su familia. Ese pensamiento se cuela con fuerza en su mente. Mi familia. Mira a su mujer a los ojos y
ve algo en sus ojos que no le gusta. Sí, ve el cariño, pero también pena. Ve la
tristeza de quien está físicamente junto a alguien que descansa a kilómetros de
distancia. Y se da cuenta de que es por su culpa. Pone una mano sobre la de su
mujer y permanecen así unos instantes que parecen horas. En silencio. Dejando
que las emociones fluyan por simple contacto.
Los ojos de su mujer se abren mucho un instante, y hace un
mohín con la cabeza.
−
Casi lo olvido, tengo que tender una lavadora –y
se levanta, lista para irse.
Su marido la mira. Piensa, pero sobre todo siente. Y
entonces reacciona. Se levanta también y dice:
−
Te ayudo.
−
¡Vaya, gracias!
Juntos, van al cuarto de la lavadora y empiezan a poner
orden en la ropa. Ha pasado demasiado tiempo desde que Muermo tendió algo por
última vez. Pero es lo bueno de las tareas mecánicas, que nunca se olvidan. Al
principio se sienten torpes. Han olvidado cómo caminar y tender, pero sobre
todo han olvidado cómo se baila con alguien. El orden, el equilibrio, el mutuo
acuerdo, la distribución de espacios. De pronto se materializa un mundo ante
ellos. No es un mundo nuevo, no es un descubrimiento, es un momento con el
sabor de los rencuentros. De volver a lo que debería ser y no era. Pronto la
sonrisa aflora a sus labios. Consiguen moverse juntos. Uno cubre el vacío que
la otra deja en la sala, y la ropa va desapareciendo. Poco a poco se vacía el
cesto. Y casi no queda nada. Sus manos chocan, y hay un chispazo de energía. ¿Pero qué? Oh, vaya… Y la magia renace.
Se miran. Se ven. Ya no hay espacios. Tan solo están ellos, y nada más. El
molesto tic-tac del reloj se ha parado, ya nadie lo oye, nadie le hace caso. Se
ha convertido en un cacharro mudo. El señor Muermo sonríe, está feliz por
primera vez en mucho tiempo. Se siente satisfecho. La unidad vuelve a ser
dualidad y ambos vuelven al cuarto de estar. Por un momento olvidan todas sus
responsabilidades y piensan en su hijo. Van a recogerlo al colegio. Ella ya no
va detrás con el niño, como solía hacer. Es un día especial, debe ir con su marido. Cuando llegan a casa están
felices, y esperan lo mismo del niño, pero Carlos está decepcionado. Ayer no
jugó con su padre. Pero Muermo tiene una solución al problema.
−
Ven Carlitos, ven, que te tengo que contar una
cosa.
El niño se acerca, duda.
−
¿Qué pasa?
El niño ya no parece tan niño, pero lo sigue siendo, debajo
de su capa de escepticismo infantil. Y su padre, aunque ha olvidado muchas
cosas, tiene ésta en cuenta.
−
Hoy sí vamos a jugar. Todo lo que quieras. No
más trabajo por hoy.
−
¿De verdad?
−
De verdad.
El niño mira a la madre algo confuso, pero ve su sonrisa y
sonríe a su vez. Intuye que algo ha cambiado. Mira a su padre y dice:
−
Papá, ¿me dejas tu corbata?
−
Claro hijo, ten.
El señor Muermo le tiende la corbata a su hijo, que se la
engancha como un simple trapo en torno al cuello y sonríe feliz. De pronto, se
gira hacia sus padres y pone cara seria.
−
Ahora no puedo jugar papá, tengo mucho trabajo.
Oh mamá, creo que deberías traer unos espaghettis de la nevera, el señor
alcachofa tiene hambre.
Sus padres se miran y rompen a reír, acompañados por el
prometedor actorzuelo.