miércoles, 5 de junio de 2013

Sr. Muermo

El bic azul rasguea la página con rapidez, casi con furia. Marca las páginas, las mancha de azul y luego alza el vuelo. Planea un momento sobre su presa, como un águila sobre un ratón de campo. Y vuelve a la blancura nívea de la hoja en violento picado.
Muermo está concentrado. Tiene mucho trabajo y no puede perder ni un solo segundo. De pronto, golpes en la puerta. Odia que invadan su estudio cuando trabaja, pero la intensidad de los golpes delata al recién llegado. Deja el bolígrafo sobre la mesa con un golpe seco.

        ¿Papá, podemos salir a jugar un rato? –Miguel se planta ante su mesa con una gran sonrisa.
        No, Carlos. Estoy hasta los topes de trabajo –La sonrisa se apaga un poco, reemplazada por una mueca de curiosidad.
        ¿Qué es “hasta los topos”?
        Hasta los topes Carlos, hasta los topes. Quiere decir que tengo mucho trabajo.
        Jo… pero yo quería jugar –ni rastro de la sonrisa.
        Ya hijo, lo sé. Pero no todo en la vida es juego.
        ¿Por qué no? Siempre estás trabajando.
        Porque en la vida, hijo, si quieres algo te lo tienes que ganar.
        Pero yo quiero a Rico y no lo gano a nada –desconcierto.
        Carlos, Rico es un hámster. Y claro que no lo ganas a nada. Quería decir que tienes que trabajar si quieres conseguir algo.
        Pero eso es un rollo… -le caen los hombros. Se le ve abatido.
        Lo sé hijo, lo sé. Y ahora, por favor, ve un rato con tu madre. Tengo mucho que hacer.
        Bah, estar hasta los topos es aburrido. Me voy a jugar solo –Se ha rendido. Al menos es inteligente. Ha visto que no había nada que hacer y se ha marchado.
Muermo duda un momento. Un asomo de remordimiento cruza su rostro de nariz aguileña y pelo negro entrecano. Pero se esfuma como una nube pasajera ante el empuje de Céfiro. Luego jugaré con él –piensa. Sin embargo trabaja, trabaja y trabaja, y el día termina. No ha jugado con su hijo. Mañana será –se dice mientras se acuesta.
Pero al día siguiente tiene trabajo. Y tampoco puede. Coge el coche y enfila el camino hacia el trabajo. Oh no… Vaya mierda –un atasco monumental cierra la autovía. Busca alternativas, quizá una vía de servicio. Nada. El atasco pinta para largo. La sirena de una ambulancia lo avisa de que ha pasado algo gordo, y Muermo se reclina en el asiento. Espera, espera, espera… La espera se hace eterna. Le pasa por la cabeza un villancico. Vaya gilipollez. Aunque en el fondo sabe que no tiene nada que hacer. Han llegado varios agentes de tráfico y están reorientando al rebaño como grandes pastores uniformados. El aire matutino se llena de pitidos y Muermo se impacienta. Menudo coñazo.
Y entonces ocurre. Se cuela en su mente un pensamiento extraño. Y si… Muermo tamborilea con los dedos el lomo erizado del volante. Mira su rolex. Mira al frente. Vuelve a mirar el reloj.  En fin, a este paso llegaré mañana. No tiene sentido esperar. Muermo coge el móvil y teclea cuatro excusas apresuradas. Añade una disculpa por si colase. Y suelta el móvil en el asiento del copiloto, frustrado. Respira hondo y da la vuelta. La única maniobra que parece tener algún sentido dentro de aquel caos de polución, gente y coches. Al cabo de un rato aparca frente a su casa. Nada más cruzar la puerta se ve arrastrado a la cocina por un olor delicioso. Es su mujer, haciendo la comida. Se para un momento, incapaz de expresar gran cosa ante el interrogatorio de ella. Finalmente se las arregla para soltar un escueto:
        Había atasco.
Entonces recuerda a su hijo, y se da cuenta de que ha ido al instituto. Bueno, trabajaré un rato y cuando venga le daré una sorpresa. A ver qué cara pone. Muermo se siente raro, debe ser el trabajo. Al no tener nada que hacer… De hecho ya estaba soltando papeles y trastos por encima de la mesa del comedor, pero se da cuenta de que está todo hecho. No hay nada urgente, no tiene prisas. Mira la hora. Mira el boli, su impoluto maletín de cuero. Las hojas que sobresalen del maletín, su trabajo. ¿Y ahora qué? –se pregunta.
Entonces su mujer se sienta a su lado y deja caer una mano cariñosa sobre la suya. ¿Cuándo fue la última vez que estuvimos así? Juntos. Solos. Tranquilos. Hay tantas preguntas… Muermo no quiere pensar. Lleva demasiado tiempo pesando, tomando decisiones. Alejado de su familia. Ese pensamiento se cuela con fuerza en su mente. Mi familia. Mira a su mujer a los ojos y ve algo en sus ojos que no le gusta. Sí, ve el cariño, pero también pena. Ve la tristeza de quien está físicamente junto a alguien que descansa a kilómetros de distancia. Y se da cuenta de que es por su culpa. Pone una mano sobre la de su mujer y permanecen así unos instantes que parecen horas. En silencio. Dejando que las emociones fluyan por simple contacto.
Los ojos de su mujer se abren mucho un instante, y hace un mohín con la cabeza.
        Casi lo olvido, tengo que tender una lavadora –y se levanta, lista para irse.
Su marido la mira. Piensa, pero sobre todo siente. Y entonces reacciona. Se levanta también y dice:
        Te ayudo.
        ¡Vaya, gracias!
Juntos, van al cuarto de la lavadora y empiezan a poner orden en la ropa. Ha pasado demasiado tiempo desde que Muermo tendió algo por última vez. Pero es lo bueno de las tareas mecánicas, que nunca se olvidan. Al principio se sienten torpes. Han olvidado cómo caminar y tender, pero sobre todo han olvidado cómo se baila con alguien. El orden, el equilibrio, el mutuo acuerdo, la distribución de espacios. De pronto se materializa un mundo ante ellos. No es un mundo nuevo, no es un descubrimiento, es un momento con el sabor de los rencuentros. De volver a lo que debería ser y no era. Pronto la sonrisa aflora a sus labios. Consiguen moverse juntos. Uno cubre el vacío que la otra deja en la sala, y la ropa va desapareciendo. Poco a poco se vacía el cesto. Y casi no queda nada. Sus manos chocan, y hay un chispazo de energía. ¿Pero qué? Oh, vaya… Y la magia renace. Se miran. Se ven. Ya no hay espacios. Tan solo están ellos, y nada más. El molesto tic-tac del reloj se ha parado, ya nadie lo oye, nadie le hace caso. Se ha convertido en un cacharro mudo. El señor Muermo sonríe, está feliz por primera vez en mucho tiempo. Se siente satisfecho. La unidad vuelve a ser dualidad y ambos vuelven al cuarto de estar. Por un momento olvidan todas sus responsabilidades y piensan en su hijo. Van a recogerlo al colegio. Ella ya no va detrás con el niño, como solía hacer. Es un día especial, debe ir  con su marido. Cuando llegan a casa están felices, y esperan lo mismo del niño, pero Carlos está decepcionado. Ayer no jugó con su padre. Pero Muermo tiene una solución al problema.
        Ven Carlitos, ven, que te tengo que contar una cosa.
El niño se acerca, duda.
        ¿Qué pasa?
El niño ya no parece tan niño, pero lo sigue siendo, debajo de su capa de escepticismo infantil. Y su padre, aunque ha olvidado muchas cosas, tiene ésta en cuenta.
        Hoy sí vamos a jugar. Todo lo que quieras. No más trabajo por hoy.
        ¿De verdad?
        De verdad.
El niño mira a la madre algo confuso, pero ve su sonrisa y sonríe a su vez. Intuye que algo ha cambiado. Mira a su padre y dice:
        Papá, ¿me dejas tu corbata?
        Claro hijo, ten.
El señor Muermo le tiende la corbata a su hijo, que se la engancha como un simple trapo en torno al cuello y sonríe feliz. De pronto, se gira hacia sus padres y pone cara seria.
        Ahora no puedo jugar papá, tengo mucho trabajo. Oh mamá, creo que deberías traer unos espaghettis de la nevera, el señor alcachofa tiene hambre.

Sus padres se miran y rompen a reír, acompañados por el prometedor actorzuelo. 

Tierras lejanas

A mi tío Rogelio nunca le había gustado el agua. Pero nunca supe por qué hasta ese día. Él era en parte mi ídolo, deportista, generoso, afable y divertido. Todo un hombre se podría decir. Por eso mismo me preocupó tanto la marca circular y de una tonalidad más clara que el resto de la piel, casi blanca, que cubría buena parte de su espalda.
Dejé pasar el tema apenas un instante, lo justo para darle tiempo a nadar un rato en la piscina de la urbanización, salir y secarse con tranquilidad. Pero en cuanto estuvo cerca fui hacia él  con una curiosidad que llevaba tiempo sin sentir latiendo por mis venas. Mis padres y el resto de la comitiva estaban a unos buenos cuatro metros, así que contaba con unos segundos hasta que nuestra conversación perdiese cualquier posible secretismo.
        Rogelio –dije -¿Qué es esa marca que tienes en la espalda? –A pesar de que hacía años que lo conocía, yo era joven y era la primera vez que lo veía sin camiseta.
        Hola Carlos –dijo él en tono afable. Sus cálidos ojos color avellana encontraron los míos y una sonrisa iluminó su rostro –Es una larga historia, pero si tienes paciencia, te la contaré algún día.
        ¡Tendré paciencia! –contesté ilusionado.
        Bueno, en ese caso, no veo por qué no podríamos hablarlo dentro de un rato. Pero deja que me vista, no soporto que la gente se me quede mirando cada vez que nado.
        ¡Vale! –dije, y me alejé tan feliz. Esa misma noche, después de la cena, alguien llamó a la puerta de mi habitación.
        ¿Se puede?
        ¡Claro, pasa!
El tío Rogelio entró, se sentó en una cómoda silla previamente ocupada por una montaña de ropa, y empezó a contarme la historia.
Todo empezó una fría y nublada mañana hace ya veinte años. Yo por aquel entonces era joven, tendría veintitrés años, y estaba deseoso de conocer mundo y empaparme con sus historias. Hacía poco que trabajaba en un medio especializado en lo paranormal, y aunque la gente se lo tomaba a cachondeo, para mí era un tema de lo más emocionante. Aquel día rondaba las colinas que bordean el lago Ness, y esperaba emocionado mi oportunidad de resolver el misterio del monstruo. Así que lo primero que hice fue visitar el hogar de los MacDonald, descendientes de quien afirmase haber visto a la criatura en 1932. Por aquel entonces la leyenda de Nessie apenas había comenzado, pero lo mejor estaba por llegar.
Después de llamar al timbre me tuvieron esperando unos cinco minutos, luego abrieron y me invitaron a pasar. Se mostraron cordiales y amables. Ella era una bella mujer de origen londinense y él un marino escocés. Rondarían los cincuenta años, y tenían dos hijos. El chico era serio y callado, la chica, callada pero vivaracha. Los ojos le ardían de vida, y me sonrío al verme. Me sentí gratamente sorprendido, pero luego me centré en el verdadero propósito de mi visita. Sorprendentemente, en cuanto pronuncie las palabras mágicas “monstruo del lago Ness” los ojos del padre ardieron con una furia salvaje y me echó de su casa. Sin protocolo, sin disculpas hipócritas ni algodonadas. Me dio una patada en el culo con todas las de la ley. Salí decepcionado y algo cabizbajo, sorprendido. Le di una patada a un canto rodado y solté un hondo soplido. Fue entonces cuando se abrió la puerta y llegó la chica, Alice. Fingió darme dos besos y despedirse, sus padres la esperaban en la puerta, él con los brazos cruzados y expresión de mala leche, ella serena, inexpresiva, pero al hacerlo deslizo un pliego de papel en el bolsillo de mi chaqueta. Abrí mucho los ojos y la miré esperando alguna respuesta, pero solo alcancé a ver su espalda alejándose por un sendero pedregoso. Y la verdad es que era una vista agradable.
        ¡Wow tío! ¡Como en las pelis de espías! –medio grité yo, con la carne de gallina. -¿Qué pasó después?
        Bueno, esto fue lo que pasó Carlitos. Y de verdad que pasaron cosas interesantes.
Esa misma noche abrí el pliego de papel y encontré una nota breve, escrita con letra apresurada pero bella.
Ahora no puedo hablar, mi padre me vigila de cerca. Mañana a las 5 de la mañana en el muelle. Date prisa. Ven solo.
Leí el mensaje varias veces, para asimilar lo que decía y asegurarme de su contenido. Presté especial atención a la hora, y me puse una alarma en el reloj para despertarme media hora antes y que me diese tiempo a cubrir el desplazamiento. Luego guardé el papel en un bolsillo del pantalón y me tumbé en la cama.
        Jolines tío. ¿Pudiste dormir?
        Pues la verdad es que no. No dormí ni un poquito. La chica era algo más joven que yo, pero solo un par de años, y, para expresarlo de forma que me entiendas, me molaba muchísimo.
        Ajá –dije yo sonriendo y anticipándome ya al siguiente paso del tío Rogelio. Me tapé un poco más con la manta.
Cuando al fin sonó el despertador, llevaba varias horas despierto, y estaba muerto de sueño, pero también de ganas de ver a Alice y descubrir qué tenía que contarme que fuese tan importante como para esconderlo a su familia.
Monté en un viejo jeep que había alquilado el día antes, y fui traqueteando por el desigual paisaje que bordea el lago Ness, el de mayor volumen de toda Escocia, el que en su zona más profunda podía ocultar sin problemas la Big Tower de Londres, hasta dar con una discreta arboleda cerca del solitario hogar de los MacDonald . El motor se sumió en un profundo sueño entonces, solo sacudido por el gélido frío de la noche, y me deslicé a la oscuridad. Al poco rato de llegar al muelle, escuché unas hojas agitarse a mis espaldas y apareció Alice. Iba bien abrigada, con guantes y una bufanda roja que le quedaba estupendamente, y llevaba una linterna apagada en la mano.
        Hola –dijo –date prisa, no creo que mis padres tarden mucho en notar mi ausencia.
        Por supuesto –dije en voz baja – ¿A dónde vamos?
        Ahora lo verás, por aquí, sígueme.
Lo cierto es que caminamos durante al menos un cuarto de hora, subiendo una empinada colina poblada por un bosque de rocas resbaladizas y resbalando en el parcheado fangoso que cubría algunos tramos del suelo. Cuando nos detuvimos, al otro lado de la colina y más cerca del agua, Alice se volvió hacia mí y me cogió las manos. Parecía preocupada.
        Lo que te voy a contar no se lo debes contar jamás a nadie ¿De acuerdo? A nadie.
Estaba jodido, precisamente quería contarlo todo a la vuelta a España y forrarme, o al menos hacerme famoso con la noticia, pero asentí muy serio y me comprometí. Se lo debía.
        Vale –dije –Lo prometo.
        Bien. Mi padre es marino, como ya sabrás.
        Sí, claro –asentí. No tenía ni idea de a dónde iba a parar aquello.
        Bueno, el caso es que cuando nos mudamos aquí, su sueño era cazar lo mismo que has venido persiguiendo al lago Ness.
        ¡A Nessie! –grité yo entusiasmado y prendido por la llama de la certeza.
        Así es –dijo mi tío, justo antes de volver a sumergirse en la historia.
        El monstruo… -susurré.
        Sí –repuso ella. –Solo que no era un monstruo. Era –hizo una significativa pausa –es, una criatura fantástica y pacífica.
        Entonces… -no me podía creer lo que estaba oyendo –¡es cierto! ¡Nessie existe!
        Sí, y vive en el lago. Pero mi padre se empeñó en ocultarlo al mundo en cuanto lo vio. Durante un tiempo se lo calló, pero cuando vio que la tensión cada vez era mayor y la convivencia se hacía insoportable, nos lo contó todo. Pero solo a mi madre, a mi hermano y a mí. Luego empezó a pescar para lo que consideraba su mascota, y se encariñó con ella. Le dijimos que era una bestia salvaje, pero no nos hizo caso. Era como si hubiese olvidado todo lo demás.
        Pero entonces…
        Espera, no he terminado. Hace años que mi padre decidió llevar su doble vida en secreto, así que cada madrugada, en torno a las siete, salía con su barcaza, cuando nadie lo podía ver, y alimentaba al bicho. Nosotros temíamos por su vida, esperábamos que algún día la bestia se cansase del pescado y lo devorase a él. Nessie es grande como una ballena, es algo increíble. Pero a mi padre, por lo que sea, no lo atacó jamás. En lugar de eso lo vino a visitar de vez en cuando. Se acercaba a la costa, y sacaba su largo cuello… ¿Qué ocurre?
        ¡Corre!
Mientras Alice hablaba había visto algo moverse bajo el agua. Había atribuido el movimiento a uno de los muchos peces comunes que poblaban esas aguas, pero cuando vi unos ojos endemoniados asomar por encima de la superficie, seguidos de unos dientes afilados como cuchillas y una cabeza que bien podría ser la de un dinosaurio, se me aclararon las ideas. Me eché sobre ella justo cuando la enorme criatura lanzaba el mordisco. Nos salvamos por un pelo, pero era pronto para cantar victoria. El monstruo, no había otra palabra para describirlo, lanzó otra dentellada y, esta vez, noté como el fuego subía por mi espalda y se relamía en mi nuca. Me había alcanzado. Alice y yo rodamos por el suelo, las piedras se me clavaban por la espalda, que me escocía en carne viva, intentando escapar al límite. Por un estúpido artículo íbamos a perder la vida. Justo cuando empezaba lamentar cada paso dado en los últimos días y empezaba a aceptar la idea de morir, algo estremeció al aire y silenció los roncos rugidos del animal. Era el padre de Alice.
De pie, sobre un pequeño montículo de tierra a apenas diez metros de la costa, parecía un héroe de guerra, invencible. El respiro nos dio el tiempo suficiente para escapar y no acabar en el estómago de Nessie. Pero aquello no había acabado.
Hubo un momento de silencio. El monstruo y el padre de la niña se miraban fijamente, sin que ninguno de los dos cediese. Al fin, el hombre dejó de apuntarle con su antigua escopeta y Nessie se fue.
La familia MacDonald no volvió a verlo jamás. Yo volví a España sin mi historia pero con un horrible presentimiento. Nunca más me acercaría a las grandes superficies acuosas. Alice tuvo un castigo ejemplar por lo que me contó algún tiempo después, pero también supe que había abandonado la casa junto al lago, y desde entonces hasta ahora hemos mantenido un buen contacto.

Aquella noche, después de que el tío Rogelio me contase su increíble historia, soñé con las profundidades del lago Ness, con el monstruo, y soñé con un hombre valiente que encaraba el peligro sin miedo.

Extraños sucesos

Desde que me mudé a la nueva casa de Irlanda no dejan de desaparecer cosas. Se ha convertido en una molesta costumbre con la que me toca lidiar casi a diario. Pero hasta ahora solo desaparecían pequeñas cantidades de comida, algo brillante, algún calcetín especialmente colorido… Nunca había desaparecido algo realmente valioso. Nada que hiciese pensar en algo serio, como mucho una rata excesivamente codiciosa.
        ¡María! ¿Has visto las llaves del coche? –grito.
        ¡Qué va! No fastidies que ya has perdido otra cosa. A este paso no me extrañaría que algún día pierdas la cabeza.
        ¡Podrías ayudarme, en lugar de quedarte ahí criticando! –le digo cuando la veo subir las escaleras y apoyarse en el umbral de la puerta.
        Cierto, podría –dice ella –pero me divierte ver como buscas cosas.
Suelto un improperio y me agacho para mirar debajo de la cama. Luego me levanto y sacudo la ropa de cama, muevo las cortinas, busco en mis pantalones, remuevo todos los cajones. Incluso me meto en el armario y empiezo a sacar cosas a puñados. Y al final, cuando creo que ya no hay ningún sitio más donde buscar, se me ocurre una idea genial. El coche. Esquivo a María y traqueteo escaleras abajo mientras mis pies me llevan volando hacia el garaje. Una vez dentro enciendo un par de luces y pego la cara al cristal, que enseguida se llena de vaho. Lo quito con la manga de la camiseta y busco con la mirada, recorriendo cada recoveco del vehículo. Pero nada. Otra vez. Me llevo las manos a la cabeza y suelto un soplido de puro enfado.
Entonces noto una mano en mi espalda y veo los ojos de María fijos en los míos.
        Descansa Pedro. Quizá aparezcan cuando menos lo esperes. Debes haberlas olvidado en la chaqueta, se te habrán caído por el hueco del sofá, a saber. Dicen que las cosas aparecen cuando dejas de buscarlas.
        ¿Sí no? –pregunto con la voz cargada de ironía. Pero no puedo luchar contra el encanto de esos ojos que me miran entre apenados y comprensivos, así que me calmo y la abrazo –Claro que sí cielo, gracias.
Las horas van pasando, y no hay ni rastro de las condenadas llaves. Al principio no había considerado algo realmente importante esa perdida, porque quizá tuviese suerte y las encontrase más tarde, o hubiese algún milagro y apareciesen de la nada. Pero lo único que aparece de la nada es una increíble tensión que invade todo mi cuerpo y hace que me suden las manos. Porque de pronto recuerdo que esa noche tengo una cena de trabajo, a la que asistirá mi jefe, y como no vaya fijo que me despiden. No puedo permitirme perder el trabajo. Menos de una manera tan tonta.
Cierro los ojos y acompaso la respiración, intentando calmarme sin éxito. Porque en el silencio de la casa y mi tranquilidad descubro algo que altera todos mis sentidos. Algo se mueve en la planta de arriba.
        ¿María? –llamo. No hay respuesta, y caigo en que ha salido a reunirse con unas amigas para ir de compras o algo parecido. Me ha dejado tirado, así que estoy solo con el asunto de las llaves.
Me quito las zapatillas para no hacer ruido y, armado con mis sutiles calcetines, subo la escalera. Ni un ruido. Genial. Doy un par de pasos y me paro. Ahora he oído algo. Me vuelvo hacia el cuarto de los trastos que hay al final del pasillo y cojo una escoba. Luego, apuntando con el cepillo hacia delante, entro en la habitación de la que venía el sonido. La mía.
La puerta cede a mi empujón con un leve suspiro provocado por el roce con el suelo y me encuentro las cortinas bajadas y todo como lo había dejado. Salvo una sombra que se desliza por la alfombra y desaparece bajo la cama en el último segundo.
        ¡Sal de ahí! Te he visto –digo con dureza, y apunto con la escoba bajo la cama. Lo primero en lo que pienso es en un ladrón o algo parecido. Por eso casi me caigo de culo cuando escucho una voz tan cantarina como un coro de campanillas a mi espalda.
        ¿De verdad me has visto? Wow, que ojos de lince –se burla la voz -¿Y qué te parezco? ¿A que soy guapo?
¿Pero qué demonios? ¿Cómo ha llegado ahí tan rápido? A pesar de la penumbra en la que está sumida la habitación logró atisbar la silueta del intruso, y por un momento no sé qué hacer. Parece un niño.
        Oh Claro, olvidaba que los humanos no veis bien en la oscuridad.
El diminuto ser, sea lo que sea, se apoya de pronto contra el interruptor y la luz desciende sobre mi como un fogonazo. Me quedo cegado un instante y cuando al fin logro enfocar la vista, descubro que se ha esfumado como si nunca hubiese estado ahí. Miro a mi alrededor balanceando la escoba como una espada y me agacho lo justo para ver debajo de la cama. Luego salto detrás de las cortinas y miro detrás de la puerta. Pero no veo nada. En lugar de eso oigo un tintineo metálico que baja por las escaleras. Bajo por ellas a toda prisa y, justo en el último segundo, esquivo un diminuto pie que me ponía la zancadilla.
        ¡Vaya! –dice la voz de antes –que rápido.
        Sal de donde estés y dame mis llaves.
        ¿Oh sí, eso sería muy fácil no?
Ya lo creo pienso. Mientras el intruso hablaba, confiado en su victoria, me he ido acercando a su escondrijo, y ahora veo su sombra en la pared con nitidez. Una sombra con sombrero. Increíble. Salto sobre el ladrón y, antes de que pueda reaccionar, le sacudo dos tortazos en la cara y le quito las llaves de las manos.
        ¡Ay, ay! ¡Para, me haces daño! –grita.
Paro, inmovilizado por algo extraño en su voz, y me lo quedo mirando. No doy crédito a mis ojos. Parece… es… un leprechaun.
        María, tenías razón, creo que estoy perdiendo la cabeza –susurro a la quietud del momento. Aturdido.
Luego el diminuto hombrecillo se levanta, no sin alguna dificultad. Se sacude su elegante traje verde, se coloca su ladeado y arrugado sombrero coronado por un floripondio de cuatro hojas, sin dejar de mirarme como si lo fuese a morder, y desaparece con un ¡plof!
Unos segundos después, su voz aún flota en el aire.

        ¡Será egoísta! –refunfuña.

Extraños en la noche

Lo primero que oigo es el ronroneo acelerado de un vehículo. Luego un frenazo, un giro apresurado y el rechinar brusco de unos neumáticos sobre la grava de mi jardín. El sonido del motor muere entre algodones y yo me asomo a la ventana.
Algo no va bien. Es un coche patrulla.
Apenas he corrido las cortinas para perderme en la discreción habitual de la casa, cuando oigo pasos. Pasos que se acercan. Las abro de nuevo, lo justo para confirmar mis sospechas, y dejo caer una mano sobre el pomo de la puerta principal. El timbre grita ante el cruel y pesado apretón de un dedo desconocido, y me limito a correr un pestillo para dar vía libre a mi uniformado visitante.
        Buenas noches –saluda el agente.
        Buenas noches señor… - dudo, invitándolo a dar su nombre.
        Mike, agente Mike Walker –responde secamente – Y usted es… -pausa, lee una nota –Robert O´Shea ¿no?
        En efecto –digo. –Oh, disculpe mis modales, no le he invitado a pasar –me echo a un lado y esbozo una cálida sonrisa, lo primero que se me ocurre hacer en ese momento.
        Le agradezco la oferta, pero será mejor que me acompañe usted. Puede que esté metido en un buen lío.
        ¿Cómo? –es imposible me digo –Yo no he hecho nada.
        Oiga Robert, entiendo sus renuencias, pero son las 20:45 y en cuanto acabe con esto podré volver con mi mujer e hijos. No retrase a un pobre padre de familia. Además, solo hago mi trabajo.
        ¡Oh! Claro –Hago una pausa, lo justo para ver lo extraño y jodido de mi situación –Solo déjeme coger las llaves.
Michael me mira por encima de su amplio mostacho canoso y asiente –Voy con usted.
Cruzo la casa con el agente pegado a mis talones y al llegar al salón me acerco al perchero. Descuelgo un viejo pluma y meto la mano en el bolsillo derecho. Las llaves confirman su presencia con un entusiasmado coro de tintineos. Me giro y asiento en una señal obvia.
De camino al vehículo siento la mirada del agente Walker en mi espalda y me apresuro para llegar cuanto antes. Todo sea por librarme de los escalofríos que me producen sus ojos azul hielo. El coche patrulla arranca y noto la confiada arrogancia con la que abandona mi jardín. El jardín al que tanto tiempo y esfuerzo dedico, y que ahora está hecho un desastre.
Mientras enfila las calles una tras otra con impasible seguridad, me doy cuenta del silencio que cubre el aire como una mortaja. Si no supiese que es imposible me creería capaz de morir ahogado en ese mismo instante.
Al fin, tras quince minutos de agonía, la señal que indica el camino a la comisaría brilla bajo la mirada artificial del vehículo. Pero Michael pega un acelerón y giro el cuello para ver, impotente, como se pierde en la lejanía. El silencio estalla como una olla a presión cuando muevo los labios.
        Michael… -apenas percibo mi propia voz –Creo que nos hemos saltado la salida que lleva a la comisaría.
        Así es señor Robert. Para estos casos nunca vamos allí. Esto es especial.
Algo en su forma de decir “especial” hace que se me pongan los pelos de punta. Me enderezo en el asiento mientras un sudor frío se extiende por las palmas de mis manos.
        ¿Estos casos? ¿Qué casos? Le repito que YO NO HE HECHO NADA.
        Cierto, cierto –dice como si lo pensase por primera vez –Usted no, pero ella sí.
De pronto apaga las luces. Sale de la carretera y cruza un sendero boscoso. Es una noche oscura y vacía de estrellas. Tan solo la luna, una enorme y redonda luna llena, se atreve a herir la negrura con su magia plateada. Sigo la delgada línea etérea que la une con la Tierra y mis nervios acaban por romperse en mil pedazos. Allí, tirada en el suelo, cubierta de tierra e inmóvil, yace mi única hermana. Y entonces lo entiendo todo, pero no quiero asimilarlo, no puedo. Siento como si alguien hubiese metido la mano en mi vientre y estuviese entretenido jugando con lo que hay dentro. Grito sin producir sonido alguno y salto fuera del coche sin darle tiempo a detenerse. Siento un pinchazo en el hombro y la pierna derechos al entrar en contacto con el suelo, pero me las apaño para amortiguar parte del porrazo rodando. Por suerte el suelo es terroso y está húmedo. Miro a mi alrededor. Estamos en un pequeño claro rodeado de árboles achaparrados. El viento sopla con ganas, empujándome hacia atrás, y, a lo lejos, pocos metros por detrás de mi hermana, una variación en la densidad de la negrura me indica la presencia de un brutal acantilado.
Durante un precioso instante me veo en campo abierto y libre de Michael, sea quien sea. Mi mente envía una rápida señal al cuerpo para que me ponga en pie, pero el hombre, a pesar de las canas y el ademán cansino que exhibía al alterar la perfecta calma de mi hogar, es aún más veloz. Lo sé en cuanto noto el frío mordisco de una pistola sobre mi nuca.
        Arriba las manos –su voz retumba en mi cabeza como si ya hubiese disparado.
        ¿Qué quieres de nosotros? –apenas puedo susurrar, ensordecido por los propios latidos de mi corazón ¿Qué es todo esto?
        ¿De verdad lo preguntas? –ahora su tono es irónico –Sé lo que es tu hermana, estúpido –escupe las palabras con creciente desprecio.
Se me cae el alma a los pies, pero le doy una patada y la devuelvo a su sitio. La pistola se hunde un poco más en la carne y trato en vano de alejarme. Pero Michael no me concede ni un segundo de tregua. En lugar de eso lo oigo escupir y soltar algo metálico de su cinturón. Unas esposas.
Ahora el que quiere escupir soy yo.
        ¡Arriba! –ordena.
        Eres un cabrón Michael.
        Bueno, mi querido Robert, eso depende del punto de vista. Piensa en lo famoso que me haría tu hermanita, lo rico. Sería el amo del mundo, se me rifarían en los grandes espectáculos, tendría mi propia unidad de investigación.
        Déjala en paz. Como te atrevas a tocarla…
        Venga, por favor, acéptalo –por su voz se podría pensar que le está hablando a un niño –No tienes salida.
No puedo más, me he hartado de la bravuconería y falta de escrúpulos de ese cerdo. Me da igual que sea poli, asesino, traficante o payaso. Se va a llevar una buena tunda. Y para eso solo tengo que jugar bien mi as, porque lo que se dice cartas, no me quedan en la manga.
        De acuerdo –digo –Si me has traído aquí, supongo que será porque quieres algo de mi. Dime ¿qué es?
Su sonrisa se ensancha y por alguna extraña coincidencia del momento me recuerda al Joker.
        ¡Vaya! Mira que bien, por fin nos entendemos. –Lo que quiero, Robert, es que la hagas transformarse.
Jamás le haría algo así a mi hermana, pero si no lo hago los dos estaremos perdidos.
        De acuerdo. Pero antes quítame esto –digo señalando las esposas con la barbilla –Voy a necesitar las dos manos para conseguir que funcione, y agua.
        De eso me ocupo yo, pero como te muevas… esparciré tus sesos por la misma tierra que estás pisando.
El hombre se acerca y sin dejar de apuntarme con la pistola suelta mis esposas, luego, paso a paso y sin quitarme el ojo de encima, se acerca a su coche.
        Correré el riesgo –digo –Me vuelvo hacia mi hermana y le acaricio la mejilla –Sophie. Sophie, despierta. Vamos a salir de esta ¿vale? No te preocupes.
Ella se sacude ligeramente bajo mis manos y el sueño huye de su cuerpo como un cervatillo asustado.
        ¡Robert! Él, él me cogió, no pude hacer nada. Me di un golpe en la cabeza y no he despertado hasta ahora. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos?
        Tranquila, tú descansa. Yo me ocuparé de él. Solo dame tiempo.
Sophie esboza un gesto triste pero decidido y asiente.
        Vale pequeño.
        ¡Eh, vosotros! –Michael ya ha vuelto y trae consigo una botella llena de agua –Se acabó el tiempo. Quiero resultados.
Lo veo acercarse y ponerse a mi lado. Apoya la pistola en mi cabeza y me estampa la botella en el pecho.
        Cumple tu parte –dice.
        Ahora mismo –respondo. Miro con tristeza a mi hermana y empiezo a mojarle las piernas.
Al cabo de un rato paro y tiro el cubo a un lado, bien lejos. La suave piel de mi hermana empieza a transformarse bajo los pliegues de la falda y sus ojos cambian de color. Su rostro adquiere brillo y refleja la palidez de la luna. El pelo le cae fuerte, oscuro y brillante por la espalda, el pecho y los hombros. Se abraza para protegerse del frío nocturno y nos mira. Yo ya estoy acostumbrado, no es la primera vez que veo su larga cola de pez cubierta por los colores de la aurora boreal, o su belleza inhumana, incluso una vez la escuché cantar, aquella que casi me ahogo en la playa. Por eso ni me inmuto al ver el cambio. El embrujo de las sirenas, sin embargo, es tan poderoso que basta una sola para doblegar el espíritu de un hombre y recluirlo en una oscura celda en el fondo de su ser. Y al parecer eso le ocurre a Walker, que, incapaz de hacer nada, boquea como un pez fuera del agua. Tiene los ojos saltones, enloquecidos, y la pistola le tiembla en la mano. Aprovecho la distracción y, sabiendo que no durará mucho a pesar de todo, completo mi propia transformación y lo lanzo por el borde del acantilado con un fuerte empellón. Apenas emite un sonido, no se queja, no grita. Tan solo cae, cae, cae. Luego se escucha un golpe sordo y un velo silencioso desciende sobre el claro.
Cuando el pelo desaparece de mi cuerpo y mis rasgos vuelven a ser humanos me encuentro desnudo junto a mi hermana. Me acerco y la seco lo mejor que puedo con mi ropa hecha jirones. Luego la envuelvo en un abrazo y la acuno contra mi pecho.

        Volvamos a casa.